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Pablo el caminante eterno, capítulo XXXIII. Atenas y el dios desconocido
 
Atenas se había convertido en una ciudad sin alma, Pablo como siempre se acercó a la sinagoga, no había muchos fieles que se reunieran ahí, tal vez contaminados por el escepticismo que se sentía en aquella ciudad, por lo que sus palabras despertaron poco interés entre los judíos.
Jorge Espinosa Cano
 
 
Al seguir sus caminatas por la ciudad, le llamó la atención a Pablo un altar y se acercó para leer la inscripción que tenía sobre la piedra y encontró que decía; “A un dios desconocido”, tal vez era ese Dios el que en realidad buscaban los grandes filósofos griegos que sabían que sus dioses no eran al fin y al cabo más que representaciones de la naturaleza, pero no eran seres reales que pudieran satisfacer la necesidad de trascendencia de las personas.
Pablo no encontró en Atenas filósofos de la talla de un platón, o de un Aristóteles, o de un Sócrates en su paso por la ciudad, sino más bien embaucadores que a base de palabrería pretendían cautivar a sus oyentes. Sin embargo, algo quedaba en el alma de los atenienses en cuanto a la búsqueda de la verdad, y se reunían en el Areópago a escuchar a los que enseñaban los maestros de ese tiempo.
Pablo seguramente estuvo pensando y se pondría en oración para atreverse a llegar a ese lugar donde durante siglos se había estado buscando la sabiduría, para hablar sobre el que era el autor de la misma, la narración de lo sucedido nos llegó por San Lucas en los Hechos de los Apóstoles de la siguiente manera:
“Varones atenienses, he observado que ustedes son muy religiosos. Porque al pasar y observar sus santuarios, hallé un altar con esta inscripción: «Al Dios no conocido». Pues al Dios que ustedes adoran sin conocerlo, es el Dios que yo les anuncio. El Dios que hizo el mundo y todo lo que en él hay, es el Señor del cielo y de la tierra. No vive en templos hechos por manos humanas, ni necesita que nadie le sirva, porque a él no le hace falta nada, pues él es quien da vida y aliento a todos y a todo. De un solo hombre hizo a todo el género humano, para que habiten sobre la faz de la tierra, y les ha prefijado sus tiempos precisos y sus límites para vivir, a fin de que busquen a Dios, y puedan encontrarlo, aunque sea a tientas. Pero lo cierto es que él no está lejos de cada uno de nosotros, porque en él vivimos, y nos movemos, y somos. Ya algunos poetas entre ustedes lo han dicho: “Porque somos linaje suyo”. Puesto que somos linaje de Dios, no podemos pensar que la Divinidad se asemeje al oro o a la plata, o a la piedra o a esculturas artísticas, ni que proceda de la imaginación humana. Dios, que ha pasado por alto esos tiempos de ignorancia, ahora quiere que todos, en todas partes, se arrepientan. Porque él ha establecido un día en que, por medio de aquel varón que escogió y que resucitó de los muertos, juzgará al mundo con justicia”.
“Cuando los allí presentes oyeron hablar de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, y otros decían: “Ya te oiremos hablar de esto en otra ocasión.» Entonces Pablo se retiró de en medio de ellos; pero algunos le creyeron y se unieron a él. Entre ellos estaba Dionisio, que era miembro del areópago, una mujer llamada Dámaris, y otros más”.
Pablo se sintió muy decepcionado del resultado obtenido ante los que se sentían grandes sabios que en realidad eran unos escépticos, y cuya soberbia les impidió encontrar sentido a que se hablara de resurrección.
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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